Friday, August 25, 2006

Por la virtud de la reflexion y la autocritica

Juan Villoro
Derrota y esperanza

Gracias a Vicente Fox, México pasó de la dictadura perfecta a la caricatura perfecta. En su sostenido afán de convertir la política en chistorete acaba de decir que los pesimistas buscan "el prietito en el arroz" sin advertir que el país es una magnífica paella. Oaxaca está en llamas y el Distrito Federal enfrenta una de sus peores crisis, pero el Presidente nació para silbar y hacer chistes.

En este contexto es difícil ser optimista desde la izquierda. Las elecciones del 2 de julio nos dejaron la impresión de atravesar a nado el océano para ahogarnos a unos metros de la orilla. La tristeza ante la oportunidad perdida ha nublado nuestro juicio. El PRD se convirtió en la segunda fuerza en el Congreso y aumentó su presencia en la capital. Es difícil reparar en estas buenas noticias cuando hay asuntos más graves, pero el futuro de la izquierda dependerá de construir a partir de lo que ya ha ganado y de invitar a su mesa a la autocrítica, esa señora con fama de extranjera.

López Obrador insiste en actuar exclusivamente desde el agravio. Pero lo que está en juego no es sólo quién ganó la Presidencia sino el porvenir de una alternativa que combata la desigualdad social sin dañar las libertades individuales.

La derecha propone un proyecto discriminatorio y de defensa de privilegios. Los más favorecidos se ven tentados a apoyar un esquema que los defiende. La paradoja es que sólo si se incluye a los demás tendremos una nación viable. Tarde o temprano, los desajustes laceran y fracturan.

López Obrador apareció como un líder carismático ante las multitudes y poca paciencia ante las ideas. No era un candidato perfecto pero es difícil que uno lo sea. En 2006 enfrentamos una situación histórica con actores de segunda fila. Una épica protagonizada por extras.

Nuestra ausencia de trato democrático nos lleva a creer que todo apoyo es un cheque en blanco. Por eso, en el acto de campaña dedicado a la cultura, comenté ante López Obrador que la izquierda no puede ceder a la tentación del mesianismo: sólo cumplirá sus objetivos cuando ofrezca la mejor plataforma para ser criticada.

¿Había posibilidad de crear un proyecto plural más allá del líder? Nuestra hora parece exigir figuras de excepción. Muy poca gente conoce al presidente de Suiza, y sorprendería poco que fuera un reloj cucú. En cambio, nuestros mayúsculos problemas reclaman a un prócer que nadie ha visto por ninguna parte. Si la política se piensa como un teatro donde sólo intervienen los caudillos, está claro que no hay alternativa. Pero la historia muestra que existen las corrientes, los relevos, los contrapesos.

Muchos votamos por López Obrador pensando en una izquierda aún por construirse, capaz de combatir la inercia corporativa del PRD, el partido que descubrió los taxis pirata como opción política. No es una tarea fácil, pues enfrenta escollos dentro y fuera de la izquierda.

López Obrador recibió ataques deleznables. Un candidato legítimo fue presentado como "peligro para México". A esta disparidad se añadió el desvío de fondos del programa Oportunidades hacia la campaña del partido oficial, documentado por José Reveles en su libro Las manos sucias, y los pactos corporativos con Elba Esther Gordillo y su poderoso sindicato.

Sin embargo, a pesar de la campaña del miedo y la parcialidad del gobierno, López Obrador pudo ganar la Presidencia. Hay que condenar los obstáculos aviesos que se le pusieron, pero también sus propios errores. No asistir al primer debate fue una afrenta al diálogo. Mientras sus enemigos lo comparaban con Hugo Chávez, él hizo poco para convencer que era un candidato para todos, capaz de negociar con empresarios, profesionistas, vecinos, gente distinta a quienes lo vitoreaban en las plazas cuando le decía "chachalaca" al Presidente. Quizá inspirado en el propio Fox, que llegó a Los Pinos con la promesa de capturar "tepocatas", López Obrador acudió a otra especie del bestiario popular. Pero los símbolos operan de manera caprichosa. Fox proviene de la derecha, fue gerente de la Coca-Cola, gobernó un estado muy tradicional. En su caso, los arrebatos populacheros lo acercaban a un público distinto al suyo. En cambio, López Obrador habló de chachalacas para satisfacer al núcleo duro de sus fieles, gente dispuesta a seguirlo a donde sea que para su desgracia no forma mayoría.

En el libro 2006. El año de la izquierda en México, coordinado por Guillermo Zamora, escribí que López Obrador era un caudillo formidable y un limitado estadista. Apoyarlo significaba creer en un proyecto colectivo. Había signos alentadores para ello: José María Pérez Gay se perfilaba como responsable de la política exterior y Juan Ramón de la Fuente en la política interior. Los resultados que hasta ahora tenemos han cambiado esta ecuación. López Obrador pide defender una agenda que no formó parte de la campaña: desconocer las elecciones y transformar el país a través de la resistencia civil. Para ello será necesario otro pacto que no puede depender exclusivamente del agravio, sino que debe pasar por la admisión de errores y las propuestas concretas de renovación.

El recuento total restablecería la credibilidad de los comicios. Esta reivindicación legítima ha sido empañada por estrategias antidemocráticas, como solicitar la intervención del Tribunal Electoral y condenar de antemano su fallo, irrumpir en una ceremonia en Catedral, bloquear avenidas con apoyo del gobierno de la ciudad. Las marchas y los mítines hubieran sido la mejor fuerza moral hasta el 6 de septiembre. Una vez conocido el fallo, se podría actuar en consecuencia. Ahora se corren los riesgos de la pérdida de capital político, la provocación y, lo peor de todo, la represión.

La esperanza debe pasar por la autocrítica. No hemos llegado a la orilla, pero la culpa no es sólo del proceloso mar, sino de la forma en que tratamos de cruzarlo. Hay cosas que salvar en lo que queda del naufragio. No se trata de ser conformistas. Se trata de impedir una segunda derrota. Esta vez entre nosotros.




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